
«Nos es imposible pensar algo que no hemos sentido previamente con nuestros sentidos», sostenía el filósofo escocés David Hume. Todo nuestro conocimiento sobre la realidad derivaría de una percepción directa a través de nuestras interfaces sensoriales. Esto explicaría por qué los primeros conocimientos sobre la existencia de los microorganismos provienen de las observaciones realizadas a través de un microscopio por el neerlandés Anton van Leeuwenhoek y el inglés Robert Hooke. Antes de poder apreciar con la vista a estos diminutos seres vivos, el origen de las enfermedades era pura fantasía. “Ser es ser visto”, nos dice Pierre Bourdieu citando a Berkeley en los inicios de sus conferencias recopiladas en su obra “Sobre la televisión”. Mientras caminamos observamos un edificio, un árbol, un chico montado en una bicicleta y su perro que lo sigue corriendo a la par. Todas esas imágenes y sus sonidos asociados existen por fuera de nosotros; son por ende “reales”. De pronto se enciende una fuente de luces que nos envía imágenes y sonidos desde un marco determinado. Nos acercamos y reconocemos el mismo edificio, el mismo árbol, el mismo chico y el mismo perro. Claramente esas imágenes son un reflejo directo de la realidad que acabamos de percibir. Las imágenes cambian y nos muestran lugares donde nunca hemos estado. ¡Qué hermoso debe de ser percibir esos lugares directamente! Nos vamos a dormir y nuestros sueños juegan con esas imágenes de realidades lejanas proyectadas por esa ventana que no se puede atravesar. Al ser niños nos horrorizamos con las imágenes de criaturas insospechadas que podrían estarse escondiendo debajo de la cama y que el cine se encargó de dotar de vida en nuestra imaginación. Nuestros muñecos podrían cobrar vida y un hombre enmascarado podría estarnos esperando detrás de la puerta del armario. Pronto aprendemos a combatir el hechizo que se encontraba actuando detrás de la pantalla y nos volvemos inmunes a la magia del cine de ficción, siempre y cuando dure tal inmunidad.
Un juego de apantallamientos

Un caso completamente diferente lo constituye el noticiero informativo. Allí respetamos el código de realidad a rajatabla. Un cartel en la esquina inferior izquierda nos dice “Al aire”, los presentadores y reporteros nos miran directamente a los ojos rompiendo la incuestionable “cuarta pared”, y la fuente luminosa nos muestra imágenes al parecer directamente relacionadas con nuestra existencia. Todos los acontecimientos que allí desfilan podrían afectar nuestra realidad. Pero existe otro hechizo actuando detrás de la proyección de los noticieros del cual es más difícil escuchar hablar. Se trata del conjuro de un dios que actúa sobre las representaciones audiovisuales: el dios del montaje. A través del montaje, tanto escénico como cinematográfico, los elementos que componen la realidad que percibimos pueden ser reorganizados para transmitirnos una cierta realidad manufacturada con una intención determinada. Los noticieros comienzan a ser así más que reflejos de la realidad, instrumentos de creación de realidad. Esto aparece plasmado en la película “Good bye, Lenin!” cuando el protagonista de la historia se esfuerza por construir una “realidad soñada” para su madre Christiane que acaba de despertar de un coma. Ferviente compatriota del régimen comunista, su madre no soportaría la noticia de que, durante su sueño, el muro de Berlín ha caído y su país se ha unificado hacia una lógica capitalista. Desde una pequeña cabina, Alexander Kerner y su amigo Denis recopilan un montón de material audiovisual de otros tiempos y lo montan con nuevo material ficcional grabado a modo de noticiero. A través de este montaje buscan reconstruir una realidad perdida para mantener a Christiane en paz durante su recuperación. Sólo basta proyectarle a través de un viejo televisor las imágenes audiovisuales confeccionadas dentro de este “laboratorio de lo real”.

Dentro de esa cabina Alex y Denis se transforman en la deidad hindú “Maya”, madre de todas las ilusiones duales del universo. Incluso en una escena se nos muestra a Denis vistiendo una camiseta que hace referencia a la película “The Matrix”, insinuándonos así no sólo la influencia del mundo capitalista en Alemania del Este, sino también la calidad de este personaje de manufacturador de una maya de ilusiones, de este sastre de acontecimientos virtuales. En términos usados por Bourdieu en “Sobre la televisión”, en su obsesión por mantener a su madre alejada de la realidad (o cerca de su realidad ideal) Alex impone determinadas “condiciones de comunicación” y censura todo contenido que no entre dentro de esas condiciones. De esta forma el protagonista se transforma en el productor de su propio programa televisivo, en el instrumento de mantenimiento del orden simbólico defendido por los ideales de Christiane. Manipulando la información y las apariencias que ésta recibe, Alex logra establecer para ella una paz mental basada en la estabilidad de sus ilusiones. Pero en el proceso de tejer esta maya ilusoria, Alex debe incorporar toda irrupción de la realidad a su tejido adaptando las propias condiciones de comunicación a la realidad capitalista que se cuela por cualquier resquicio. Así de a poco comienza a proyectar en su noticiero artificioso no sólo las ilusiones e ideales de su madre, sino también las suyas propias. Para explicar la aparición de un cartel de Coca-Cola o la presencia en la antigua Alemania del Este de tantos occidentales, Alex debe hacer uso de una constante dramatización, mostrando estos hechos como elementos extraordinarios completamente fuera de la rutina diaria.

En un noticiero convencional existe una carrera contra el tiempo por obtener una primicia informativa, y en esta película existe una carrera contra cualquier primicia que pueda encontrarse con la curiosidad de una madre. A diferencia de lo que critica Bourdieu sobre los nuevos medios informativos, en este caso la velocidad es el peor enemigo del noticiero de Alex, y su trabajo consiste en remar a contracorriente dentro del flujo abrumador de estímulos de un sistema capitalizado. O podríamos también decir que en este caso hay una lucha de parte del protagonista por mantener encapsulado el tiempo dentro de aquella habitación intentando cubrir cualquier punto de fuga a través de la censura. No es muy diferente la política adoptada por Alexander a la empleada por los anteriores regímenes autoritarios comunistas con respecto a la información. Los cineastas soviéticos han sido los maestros del montaje, y su destreza ha inspirado no sólo el control masivo de la información por parte de los gobiernos dictatoriales de izquierda, sino también la suspensión del tiempo dentro de una realidad virtual en un pequeño apartamento de una Alemania unificada. Pero para mantener enmarcado este espejismo, Alex y Denis se ven obligados repetidas veces a pecar con lo que Bourdieu denomina “heteronomía”: utilizar la autoridad que confiere ser proyectado en pantalla para blandir la batuta de un falso saber.

Volviendo a las conferencias de Bourdieu, en la película hay un claro ejemplo de lo que el autor denomina como instancias “falsamente verdaderas”. El protagonista se ocupa durante un fragmento importante de la historia de organizar una reunión conmemorativa por el aniversario de su madre. Invita viejos amigos (incluso contrata niños como invitados) a los que adiestra para seguir un guión por él determinado a fin de mantener a la cumpleañera dentro de la “ilusión soviética”. Cada invitado ha sido cuidadosamente seleccionado previamente con tal de evitar toda posible desviación del sentido del mensaje que quiere transmitir. Todo ha sido medido y calculado previamente para mantenerse dentro de las premisas que permiten la existencia de su microcosmos. En el momento de la reunión, Alex adopta el rol de presentador de un programa televisivo, dirigiendo a los invitados constantemente en sus parlamentos y censurando todas aquellas intervenciones que él considera inadecuadas. En términos de Bourdieu, sus intervenciones “coaccionan” con las de sus invitados. Alex hace respetar las reglas del juego: concede la palabra, la prohíbe, realiza elogios, marca los tiempos y los tonos, es portavoz del grupo y dirige mediante gestos todos los movimientos de los invitados de su programa.

Así como lo fue para su madre durante sus años de militancia política, el peor enemigo del microcosmos de Alexander son las relaciones de fuerza invisibles de las que habla Pierre Bourdieu y que orquestan la competencia del mercado capitalista. La mejor arma que encuentra para combatir esas fuerzas es generar sus propias relaciones centrífugas de fuerza a través de la confección de su propio noticiero. Todo marcha bien dentro del régimen mientras la audiencia no se haga consciente de la magia detrás del montaje. Todo buen ilusionista mantiene en secreto los andamios de sus trucos de magia, y Alex tiene de su lado la poca extensión de su público (en este caso únicamente su madre). No hay demasiadas asperezas que limar dentro de la audiencia ni gustos desconocidos a los cuales complacer. Las categorías de percepción de su espectadora le son bien conocidas y no hay revoluciones que amenacen desde el horizonte más allá de las relaciones de fuerza capitalistas. A diferencia de los noticieros que van de la mano del mercado occidental, el noticiero de Alex y Denis no es portavoz de una moral pequeñoburguesa, sino de la moral de índole popular del Partido Comunista, moral en sintonía con los ideales de Christiane. Todo lo que no entre dentro de los esquemas mentales de una activista del Partido Comunista es rápidamente censurado. Entonces este noticiero está sometido a un doble trabajo de censura: por un lado se recortan las aristas de una moral capitalista, por el otro se hace respetar la sensibilidad de los esquemas mentales de una madre idealista.

Una simulación de ensueño
Todo el peso simbólico del programa de Alexander decanta hacia una agenda que se mantiene flexible siempre y cuando no intervengan factores externos en el microcosmos, factores que siempre se encuentran al acecho. Pero pronto Alex comenzará a ser presa de su propio hechizo, construyéndose los barrotes de su propia jaula semiótica. El trabajo de mantener la ilusión para su madre se convierte en la lucha desesperada por vivir dentro de la ilusión construida por su progenitora durante su infancia. Incluso al final de la película los roles se invierten cuando Christiane se entera de la farsa que ha montado su hijo y, temiendo lastimarlo, se esfuerza a su vez por mantener la ilusión de Alexander guardando en secreto la información que ya posee. Dentro de un juego de secretos, madre e hijo se han refugiado en el País de Nunca Jamás. Pero nadie se encuentra a salvo de la posibilidad de caer en este «País de las Maravillas», menos dentro de la sociedad actual del espectáculo y de la información digital. Cuando la tecnología avanza a pasos agigantados y la fidelidad con la que las imágenes generadas por ordenador (o CGI) representan la realidad percibida traspasa el umbral de lo imaginable, los métodos de montaje utilizados por Alexander Kerner parecen un juego de niños. El encuadre selectivo y el montaje audiovisual han sido utilizados durante más de un siglo por los medios de comunicación para manipular a las masas de la mano de los gobiernos, pero el terreno en el que se está adentrando la humanidad hace ya varios años establece unos códigos de comunicación completamente nuevos. El problema yace en que una amplia mayoría de la población, sobretodo de edades avanzadas, desconoce estos nuevos códigos de descifrado de lo percibido y puede caer fácilmente dentro de una ilusión construida cuidadosamente.

Las «fake news» disparadas en todos los sentidos buscando pilotear la opinión pública ya representan un desafío sin precedentes para los periodistas: fotografías, audios y vídeos atraviesan las redes, son extirpados de su contexto o buscan funcionar como testimonios de sucesos que nunca ocurrieron, y son incorporados sin más por los internautas la esfera de hechos reales sin siquiera investigar el origen de tal material audiovisual. Detrás de estas noticias fraudulentas corren los profesionales de la información en un intento desesperado por desmentirlas y echar luz hacia donde creen se oculta lo verdadero. Si antes estos profesionales debían debatirse eternamente en contra de la represión del poder de turno, ahora deben también luchar espalda con espalda contra hordas de Alexanders que tejen ilusiones por doquier. Nunca fue tan fácil desenmascarar a los titiriteros sociales con tan solo un click, pero tampoco nunca fue tan fácil para los titiriteros forjar los hilos de sus marionetas de acero indestructible. Y no solo de noticias falsas se caracteriza este juego de enmascarados, sino que las propias imágenes generadas por computadora y softwares de imitación de sonidos permiten hoy en día destrozar la reputación del enemigo imitando fielmente su rostro y voz y generando registros fraudulentos de su accionar en el mundo. Incluso si el personaje en cuestión «realmente» llevó a cabo esas acciones polémicas ante los ojos de la opinión pública, el mismo puede alegar tranquilamente que cualquier registro utilizado para incriminarlo no es más que un truco audiovisual. El planeta entero podría estar en llamas, pero el ciudadano promedio seguiría aceptando tranquilamente las imágenes apacibles brindadas por quienes ya se habrían escapado de la catástrofe en un cohete privado. El arduo trabajo de manipulación de información que llevan adelante regímenes autoritarios como los de Corea del Norte se volverá cada vez más sencillo, por lo que cada vez será más difícil para un ciudadano el distinguir una amenaza «real» de aquella construida como un mero mecanismo de control. Cuando la ficción abandona las pantallas para involucrarse directamente en la vida de los transeúntes, de repente la hiperrealidad no resulta tan atractiva.

Pero la hiperrealidad no representa un riesgo solamente a causa de aquellos que buscarían utilizarla en busca de un beneficio personal en perjuicio de otros. Cuando lo que vemos a través de la ventana supera en belleza ampliamente al recinto sensorial en el que estamos confinados, atravesar el marco puede volverse un deseo insaciable. Sucede que esta ventana luminosa no puede ser atravesada, el primate de pulgar oponible bien lo sabe, pero aun así no renunciará a mantenerse pegado al escaparate con tal de olvidar lo insípida que resulta la realidad por fuera del marco. La ilusión de Maya promete muchísimos más estímulos y brinda por fin un sentido al palpitar de un corazón que ha perdido completamente su ritmo natural en el mundo de los mortales. ¿Y qué sucede cuando la ventana se transforma en un casco? ¡El marco por fin desaparece y alrededor todo obtiene un hermoso sentido! El primate esclavo de la razón ahora mueve la cabeza y con ella se mueve su universo paralelo. Ha logrado retornar al paraíso perdido, pero solamente puede percibirlo a través de la vista y el oído: aún faltan más sentidos que conectar. «Habrá que esperar a la última actualización», piensa.


Al tener la posibilidad de desconectarse completamente de su entorno físico y de los problemas que residen en el mismo, el internauta por fin logra una libertad ansiada desde su nacimiento. Claro, logra ser libre dentro de la virtualidad, digitalizando su percepción y sacrificando su existencia analógica de carne y hueso, la cual seguramente, tarde o temprano, será devorada por la tempestad que crece por fuera del casco VR. En una vida social repleta de competencia, tensiones y situaciones de estrés innecesario, el espacio reservado al ocio teje hifas por doquier. El entretenimiento siempre ha funcionado en la humanidad como el principal remedio contra la frustración y el tedio, y el poder de turno siempre intentará monopolizar este remedio para evitar todo enfrentamiento con cualquier posible contra-poder. Hoy el libre mercado y la competencia por dominar el capital se conjugan a la perfección con la necesidad imperiosa de emancipación de la población, haciendo germinar y florecer la cultura del entretenimiento como nunca antes. Cuando alguien se entretiene, sus contradicciones internas por fin hacen voto de silencio y ya no queda espacio para la revolución. Esto sin contar las constantes distracciones de realidad aumentada que ya de por sí acecharían al transeúnte en cada esquina por fuera de la realidad virtual.


La industria de los videojuegos se expande a una velocidad vertiginosa, y parte de esa expansión se debe a la satisfacción que genera en un ser social el tener por fin la sensación de poseer el control. Aun si el internauta es consciente de que fuera del casco todos los hilos de sus extremidades están tensionados por poderes ajenos, el placer de la simulación es lo suficientemente poderoso como para acallar cualquier atisbo de rebeldía. Dentro del universo virtual, uno puede sentirse el protagonista de su propia historia, puede afectar directamente las probabilidades del destino y desafiar a la suerte, poco importa que detrás de todo este universo se esconda un dios programador. Dentro de este nuevo panorama social, ya ni siquiera sería necesaria la existencia de un Alexander Kerner para manipular la realidad que perciben los vivos, ya que las personas a controlar se hundirían ellas mismas a gusto dentro de sus propias ilusiones en una actitud de total apatía respecto a lo que suceda con sus vidas por fuera de la virtualidad. La esclavitud de la carne pierde interés frente a la liberación del mundo de las ideas.

Los sentidos poco a poco se irán conectando uno a uno a la percepción de este mundo virtual en el que nuestros sueños toman forma, y de pronto las barreras entre la ficción y la realidad se comienzan a desdibujar. «Nos es imposible pensar algo que no hemos sentido previamente con nuestros sentidos», pero el algoritmo se encargará de construir frente a estos sentidos lo inimaginable. Si los océanos y lagos reales están poluídos o secos, ¿qué importa? Todavía existen las aguas límpidas virtuales. Si ya no existen los elefantes o los leones del planeta Tierra, ¿a quién podría afectarle si estos animales aún no se extinguieron en el mundo digital? Dentro de la virtualidad las guerras y el sufrimiento ajeno no duelen. Cuando arriben los jinetes del Apocalipsis, éstos se encontrarán con una humanidad desconectada de las catástrofes «reales», dormida plácidamente en su fantasía, y mientras destruyen todo lo existente pensarán: «Dios, qué aburrimiento». Quizás los ángeles, exhaustos de intentar llamar la atención de algún alma, incluso dejen de tocar sus trompetas para sumirse ellos mismos en el eterno ensueño hiperreal.














































































A su vez, Woody se nos aparece como el líder de la heterogeneidad armónica que existe en la habitación de Andy y como el defensor de la cultura popular que él mismo busca legitimar. Se vuelve así un líder posmodernista que ve con recelo al moderno juguete nuevo. Según Compagnon, otro rasgo del posmodernismo es su oposición frente al idealismo del Siglo de las Luces, y Woody no tarda en desprestigiar a Buzz tratando de poner en evidencia la verdad detrás de sus “lucecitas”. Aunque llamativas, estas luces no son lo que parecen. Pero la envidia que crece progresivamente dentro de Woody lo transforma de a poco en un personaje autoritario, conservador, amante por ende de sus tradiciones y reacio al cambio. Su bandera se va tiñendo así de los colores modernistas a medida que crece su negatividad.





Promulgan (y me incluyo) conceptos sin principio ni fin, bien afines a los postulados de Félix Guattari y Gilles Deleuze en «Mil mesetas», la deconstrucción de las culturas en pos de las libertades individuales, sin nunca olvidar aquellos orígenes simbólicos en común que todas las culturas comparten. Es el espíritu de las ya tradicionales «Rave Partys», fiestas en las cuales todos los sentidos y significados se mezclan en un miasma en común con todos los presentes que agitan los cabellos hacia un futuro incierto. A Sid poco le importa el sentido de su existencia y transita su vida rodeado de espacios fragmentados. Cuando tiene que decidir a qué juguete enviar al espacio con su cohete, poco le importa la vanguardia: le da lo mismo hacer despegar al vaquero o al astronauta. El cuarto de Sid, todo desordenado y con cosas desperdigadas por doquier, es símbolo de su nomadismo y despreocupación ante la vanguardia y la tradición moderna: parafraseando a Compagnon, el cuarto de Sid es un banco de datos donde la elección es prácticamente aleatoria. Las mezclas son su especialidad, ve en el caos un valor en sí mismo y no parece preocuparse por encontrarle a las cosas sentido alguno. Pero su amor por el caos y el sin sentido culmina cuando sus monstruosas creaciones se revelan contra su imperio voraginoso y Sid permanece preso del miedo. Miedo que rápidamente se nos traduce en miedo a la propia muerte y que encamina al personaje en un nuevo camino de rectitud. De forma diferente a Buzz, la posmodernidad de Sid también se reconcilia con la modernidad y sus esfuerzos pasan a concentrarse hacia un objetivo preciso. En efecto, en una posterior película de la saga de Toy Story, el personaje de Sid aparece en el fondo de una escena cumpliendo trabajos comunitarios.




No fue hasta la aparición de la fotografía a principios del siglo XIX que las artes visuales se liberaron de su deber de calcar la realidad tal cual nos llega a los sentidos. El impresionismo, el cubismo y el expresionismo son hijos de la técnica fotográfica. Según Régis Debray, en su obra Vida y Muerte de la imagen, el arte que domina en una época es aquél arte que es capaz de hacer converger todas las otras artes y aquél que se encuentra más cerca de los nuevos avances científicos de la época. Por otro lado, el arte siempre se desliza en un trineo tironeado por la ciencia. Toda nueva tecnología trae consigo el embrión de un nuevo arte, y, aunque la academia y sus críticos se mantengan escépticos frente al mismo, este arte innovador está destinado a absorber a todas las artes que le precedieron. Un ejemplo patente de esto es el cine que ha integrado a lo largo de su actividad a artistas plásticos, escultores, bailarines, actores, ingenieros, fotógrafos, escritores y músicos.









Ya no alcanza con un trazo de tinta negra para sugerir lo colosal de una montaña, ahora el espectador promedio exige que se la esculpa a la perfección piedra por piedra, pixel por pixel. Dentro de la industria cinematográfica y de la industria de los videojuegos, las imágenes generadas por ordenador conocen una competencia feroz y sin precedentes por alcanzar el reino de Dios. Para que una película de acción o un videojuego sean exitosos, ya poco importa si el guión o el concepto artístico es original o creativo, sólo importa que la pantalla se transmute en una ventana hacia otra realidad tanto o más real que la realidad a la que está atado el cuerpo del espectador.

Una película que utiliza imágenes generadas por ordenador debe incluir en sus créditos a un equipo multitudinario de personas dedicadas a tejer minuciosamente los monstruos y explosiones junto a los actores (¿reales?) dentro de la retina del espectador. Un videojuego de alta gama gráfica y dirigido a un público adulto y sediento de realidad debe emplear grupos de decenas de personas para animar una ceja, una arruga y un bigote. Ya vendrán las críticas de los usuarios descontentos si ese pasto no se parece al de sus jardines, entonces ¡a trabajar! Es un trabajo duro y muy bien pago el satisfacer la cuota de realidad que cada ser humano necesita diariamente para soportar las cadenas cotidianas de lo real.







Aún existen personas que recuerdan cómo soñar, que saben imaginarse en las plumas de un águila o en las escamas de un pez, que prefieren sugerir el amor en pocos trazos antes que recrear músculo a músculo, pliegue a pliegue, las posiciones dinámicas de dos cuerpos en contorsión apasionada. La imitación fanática de la realidad que percibimos trae consigo rastros de pornografía, de ausencia de sugerencia y de carencia imaginativa. No vale pensar, no vale imaginar, no vale jugar con las imágenes. Sólo vale atracarse de realidad hasta que la realidad misma pierda sentido. Jugar con la imaginación es de niños, a los adultos sólo se les está permitido admirarse en el espejo. Imitar lo percibido nos aferra al referente al punto de perder la libertad de nuestra imaginación. Las cadenas de lo real asfixian la creatividad humana y hacen del arte un espejo fosilizado. Aún existen personas que recuerdan cómo soñar, que saben construir símbolos que traerán enseñanzas a quienes los decodifiquen. Personas que defienden el poder de sugerencia de una imagen, como lo hicieron en su momento las pinturas de las cavernas. Espero que una de esas personas esté detrás del programa que construirá la realidad virtual del casco que me pondré. Espero abrir los ojos en un mundo imaginario llamado “libertad”. Espero que al abrir los ojos no me encuentre de nuevo encadenado frente a las sombras hiperreales de una caverna.






























David Lloyd considerando que la figura de Guy Fawkes debería de ser rememorada como un héroe defensor de la libertad de expresión y no quemada como un enemigo del pueblo, transformó así al rostro de este pretendido terrorista en el héroe del cómic “V de Vendetta” publicado por primera vez a comienzos de los años ochenta. En el mismo, el personaje principal, “V”, se enfrenta al gobierno autoritario de una Inglaterra futurista y distópica, logrando el 5 de noviembre finalmente hacer estallar el Parlamento.

Este grupo revolucionario nacido en la red se caracterizó desde sus inicios por comunicarse a través de Youtube utilizando la máscara de
Y esta unidad debe de mantenerse firme y optimista más allá de las dificultades que puedan presentarse. La versión de Lloyd del rostro de Guy Fawkes presenta una amplia sonrisa para representar el optimismo del héroe que se mantiene fiel a sus principios, y una masa de rostros enmascarados y sonrientes encarna este sentimiento fuera de la ficción. Los 