Nota publicada en el diario La República
La vida es un sistema complejo. La materia se crea, se descompone, sus componentes se intercambian, se reorganizan, la materia se destruye y se recrea nuevamente. Durante 3 500 millones de años la vida se ha desarrollado en un sistema robusto basado en la interconexión profunda de sus elementos. Hoy ese complejo sistema está colapsando, y el principal responsable no es más que uno de sus macrocomponentes: el ser humano. Este curioso ser vivo ha evolucionado aprendiendo a través de la manipulación de su entorno los secretos más insospechados de la naturaleza que permite su existencia, y con cada nuevo descubrimiento su ego creció hasta alimentar la ambición de suplantar con sus inventos a la naturaleza misma. Ante la creciente degradación de los ecosistemas terrestres por la voracidad de su modo de vida, la especie humana de pronto se ve tensionada entre dos alternativas para su futuro: o cambia su lógica de producción para conectarse con su ambiente y revertir los daños, o continúa moviéndose en la misma dirección compensando su destrucción a través de la creación de un ambiente sintético en un laboratorio.

Con esta disyuntiva comenzó el doctor en Biología Molecular y Celular Claudio Martínez Debat su conferencia denominada “Uruguay Natural y Transgénico”, brindada el pasado 15 de agosto en el Museo de Historia Natural Dr. Carlos A. Torres de la Llosa. “Estamos en la cruz de los caminos y no hay mucho tiempo”, sentenció el investigador, quien es docente en la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República y director del Laboratorio de Trazabilidad Molecular Alimentaria (LaTraMa). Antes de meterse de lleno en el tema que titulaba su conferencia, Martínez se preocupó por acercar a su audiencia a la inmensa complejidad que caracteriza lo que llamamos “ecosistema”, una inmensa complejidad de la que aún no entendemos más que una mísera fracción. Complejidad que no es exclusiva de nuestro planeta, ya que “todo en el universo evoluciona y, a gran escala, podríamos decir que todo está vivo”, reflexionó el científico. Dentro del histórico árbol de la vida todas las ramas están conectadas. Todos los seres vivos compartimos un mismo ancestro común en la base de dicho árbol, ancestro que la comunidad científica coincidió en nombrar “LUCA”, y por ende todos los seres que habitan la Tierra tienen en común aunque sea una parte de su genoma (conjunto de genes que compone el material genético de un organismo). Para ilustrar esto Martínez informó al público presente que cada persona comparte un 10% de su genoma con el de una lechuga.

Pero no sólo de secuencias de ADN se trata esta conexión holística. De nuestros ancestros no sólo heredamos una secuencia lineal de código genético, sino también los mecanismos que regulan la expresión de este código. Estos mecanismos se engloban dentro de lo que se conoce como “epigenética”, y éstos dependen primordialmente del medio ambiente. Una secuencia de ADN puede estar presente en un organismo pero no lograr expresarse con efectos observables. Se dice que estos genes inactivos están “silenciados”, y su activación podría ser asociada a encender un interruptor. Estos mecanismos de regulación epigenética están muy vinculados al contexto en el que vive un individuo, al estrés al que éste es expuesto, y por ende suelen estar relacionados con los estados de ánimo de una persona o con el desempeño de una planta en su crecimiento. Pero los mecanismos epigenéticos no solo dependen de la propia maquinaria molecular de cada organismo, sino que en estos procesos es fundamental la interacción cooperativa con organismos que suelen ser considerados enemigos del ser humano: los microbios, como los hongos y las bacterias. Los microbios que componen nuestra “flora natural”, con los que compartimos nuestro cuerpo, son fundamentales para protegernos contra patógenos (los microbios “malos”), para digerir nuestra comida, y también para regular la expresión de nuestros genes. Una parte de estos microbios los heredamos de nuestros padres, la otra proviene de los alimentos que consumimos y del aire que respiramos. El microbioma es así fundamental para nuestra buena salud, y éste depende en gran parte de nuestra relación con el ambiente. Para ayudar a entender hasta qué punto estos microbios son importantes, Martínez comentó que se ha demostrado que algunos estados de depresiones crónicas se han logrado tratar por medio de trasplantes fecales.

Con esta introducción buscaba Claudio Martínez esbozar hasta qué punto nuestra existencia está íntimamente conectada con el medio ambiente, y cómo la más mínima alteración del mismo puede traer consecuencias nefastas para nuestra especie. En una sociedad en la que la ciencia y la técnica avanzan a pasos agigantados, se encuentran en desarrollo biotecnologías y tecnologías (Martínez remarcó la próxima tecnología 5G de redes móviles) que afectarán nuestra vida considerablemente y cuyo impacto en la salud es poco estudiado, “ya que es difícil encontrar médicos que se interesen en estos temas”. “Todo en la naturaleza tiende a la homeostasis, todo tiene un rol determinado, la biomasa es finita, y la idea de que podemos alterar el sistema de forma infinita es un error que nos va a llevar a un callejón sin salida”, pronunció seriamente el investigador. La mayor parte de los secretos de la naturaleza aún no los conocemos, y si nos convencemos de que podemos suplantar todo lo natural por un artificio, estos secretos quedarán enterrados bajo nuestros inventos.
Una de estas tecnologías hila finamente dentro del extenso y denso tejido de la vida: la transgénesis. Esta técnica consiste en manipular el material genético de un organismo para obtener de él características que no sería posible obtener por medio de cruzamientos con otros organismos sexualmente compatibles. Un organismo genéticamente modificado (OGM) es por ende un organismo que presenta en su genoma ADN proveniente de otra especie con la que no puede reproducirse sexualmente. Para generar plantas transgénicas, el ADN a transferir es primero clonado en bacterias que luego se utilizan para “transformar” células vegetales de la especie de interés, las cuales luego se cultivan y seleccionan (mediante marcadores presentes en el ADN clonado) para generar individuos completos.

Hoy en día existen más de 180 millones de hectáreas de cultivos transgénicos distribuidos en 28 países del mundo, cinco de los cuales concentran el 90% de esta área. América Latina es la segunda mayor productora de cultivos transgénicos después de América del Norte, y hasta 2013 Uruguay se encontraba en el décimo puesto de los mayores productores mundiales de transgénicos con 1,5 millones de hectáreas cultivadas, puesto que hoy pertenece a Bolivia. La mayor fracción de esta área sembrada corresponde a cultivos de soja, maíz, algodón y canola (en Uruguay únicamente los dos primeros), y los genes incorporados a estas plantas buscan predominantemente conferirles por un lado la capacidad de sintetizar toxinas bacterianas con efectos insecticidas, sobretodo para proteger los cultivos de las larvas de lepidópteros (orden de las mariposas y polillas), y por otro la capacidad de resistir la aplicación de herbicidas como el glifosato. Esta última característica es la buscada en el 85% de los cultivos transgénicos.

Las principales miradas positivas sobre la producción de cultivos transgénicos se encuentran centradas en el crecimiento económico y la dinamización del sector agropecuario, atrayendo inversiones extranjeras, impulsando innovaciones tecnológicas, y generando nuevos puestos de trabajo. Sin embargo, esta reestructuración social agraria favorece a los grandes emprendimientos sobre los más pequeños y familiares, y éstas miradas optimistas evitan posarse sobre los posibles riesgos en la salud y el medio ambiente a mediano y largo plazo. Cabe destacar que la producción de transgénicos se encuentra concentrada en manos de las grandes empresas multinacionales, las mismas empresas que realizan la mayoría de los estudios de seguridad e inocuidad y que solicitan la liberación comercial de los OGM. Además, como sucede en la mayor parte de los países, en Uruguay esta evaluación de riesgos suele desarrollarse en laboratorios, no incluyendo investigaciones y ensayos en el campo.
Según Claudio Martínez, los argumentos a favor de la inocuidad de los alimentos transgénicos suelen estar fundados por un lado en la precisión de las técnicas de ingeniería genética, y por otro en las similitudes entre las composiciones proteicas de los organismos modificados y de sus homólogos no modificados (osea los naturales). Pero la expresión “ingeniería genética” para el investigador es un oxímoron, ya que las técnicas de transgénesis no son exactas y “la vida no soporta ser ingenierizada”. Aunque los nuevos métodos de transmisión de construcciones genéticas como la tecnología CRISPR/Cas9 sean más específicos, éstos no dejan de ser imprecisos, ya que no es posible determinar con seguridad en qué sitios se insertará el transgen en el ADN receptor. La inserción del gen que interesa transferir a un organismo es azarosa y completamente sujeta a probabilidades, por lo que, por más que sepamos que nuestro gen se insertó en el sitio deseado del genoma por observar las características esperadas, es imposible saber en qué otros sitios se incorporó. La localización del transgen en sitios inesperados puede así producir efectos insospechados sobre la expresión genética del organismo modificado. Son estos mismos eventos de inserción inesperada que no son tenidos en cuenta por los estudios que buscan similitudes entre los OGM y los organismos naturales. Por encima de esta incertidumbre se encuentra también el hecho de que frente a la presencia de un ADN foráneo el genoma tiene a reordenarse, aunque eso signifique modificar la secuencia de ADN original, por lo que “se estarían aprobando alimentos que en diez años pueden ya no ser los mismos”, apuntó Martínez.

El director de LaTraMa subrayó de esta forma que nos encontramos frente a una dudosa veracidad cuando se afirma que los alimentos modificados genéticamente son idénticos a los no modificados, partiendo del punto de que someter a las plantas a ingeniería genética equivale a someterlas a condiciones de estrés. Esto ya de por sí modifica su epigenética, y por ende la expresión de sus genes y su composición en proteínas. En efecto, una de las técnicas más empleadas en la producción de transgénicos a nivel industrial es la denominada “biolística” o “biobalística”, que consiste en bombardear a las células vegetales con micropartículas de oro o tungsteno recubiertas del ADN a transferir. Otro argumento favor de los OGM que Martínez puso bajo la lupa es aquél referido al potencial que tienen los alimentos transgénicos para combatir el hambre de poblaciones humanas en el mundo, potencial que permanece en silencio en vista de que el 75% de los alimentos de estas poblaciones provienen de los pequeños productores y de que la mayor parte de la soja transgénica producida actualmente “alimenta a los chanchos de China y a las vacas de Europa”. Según el científico, la cantidad de alimentos producidos es suficiente para alimentar con creces a la población mundial y el verdadero problema se encontraría en la distribución de estos alimentos y en las lógicas de mercado que la sustentan. En este escenario, América Latina se ha vuelto en los últimos años una gran plataforma de abastecimiento de materias primas para los mercados globales.

Frente a este panorama, Claudio Martínez dijo que la comunidad científica se ha vuelto “un campo de batalla”. Aparte de las investigaciones serias que intentan arrojar luz sobre estos temas, se encuentra en juego todo un “tráfico de influencias” con la publicación de los llamados “poison papers” (trabajos de investigación “venenosos” por cargar con intenciones ocultas) detrás de los cuales se encuentran científicos que fueron financiados por grandes industrias que desean ver respaldadas sus posturas. Pero la asociación con la guerra no la usó Martínez sólo para referirse a las luchas académicas, sino que remarcó cómo todas las relaciones que tiene el ser humano con la naturaleza están atravesadas por un campo semántico belicoso (la “biobalística” podría ser un ejemplo irónico). Según el científico, la humanidad siempre le ha declarado la guerra a todo lo que entorpece o enlentece sus actividades y ambiciones económicas: guerra contra la mal denominada “maleza”, contra los insectos, y contra los microbios. “No hay guerra en la naturaleza – opinó Martínez – competencia sí, pero no guerra. Si estamos en guerra con la naturaleza directamente nos perdemos de conocer sus secretos y le declaramos la guerra a nuestros propios alimentos, ya que muchos elementos que combatimos son aliados epigenéticos”.
Esta actitud guerrera del ser humano respecto a su entorno queda en evidencia en la principal ventaja agrícola de los cultivos transgénicos sobre los cultivos tradicionales: su resistencia al uso de herbicidas. Aunque una de las promesas de los cultivos transgénicos era que permitirían utilizar menos productos químicos para combatir plagas y el estorbo de otras hierbas, la realidad es que el aumento en el uso de transgénicos se vio acompañado de un aumento exponencial en la aplicación de agrotóxicos. Entre el año 2000 y el año 2014 el uso de glifosato en nuestro país se multiplicó por diez, y aún mayor fue el incremento en el uso del ácido 2,4-diclorofenoxiacético, herbicida mejor conocido como 2,4 D que es mucho más nocivo para la salud que el primero. Las cargas masivas de agrotóxicos aplicadas a los cultivos no sólo permanecen en el suelo, sino que también quedan remanentes en los granos. Incluso estos herbicidas son utilizados para desecar las plantas antes de cosecharlas para facilitar el trabajo, por lo que es probable encontrar restos de estos compuestos químicos en los alimentos que llegan al mercado. “Se han vuelto condimentos no declarados”, ironizó Martínez. Actualmente pueden encontrarse rastros de estos herbicidas en el agua de ríos, en el agua de lluvia y hasta en el aire, pero aún no existen estudios en Uruguay para detectar estos rastros en la sangre humana.

Los cultivos transgénicos son en definitiva para el investigador una tecnología más dentro del modelo productivo del agronegocio, modelo que no considera los riesgos de explotar y alterar indiscriminadamente los recursos naturales que en la base de esta lógica de producción son considerados infinitos. Los cultivos genéticamente modificados pueden volverse “malezas” de cultivos posteriores, pueden conferir sus resistencias a herbicidas e insectos a otras especies vegetales emparentadas, y pueden seleccionar resistencias a las toxinas Bt en insectos que podrían volverse nuevas plagas. De la misma forma, el uso indiscriminado de herbicidas podría seleccionar plantas resistentes que no son de interés agrícola. Esto sin contar la modificación evidente de los paisajes y las pérdidas de biodiversidad de los ecosistemas. Por otro lado, este abuso en la aplicación de agrotóxicos no sólo desgasta los suelos, sino que también favorece el crecimiento de cianobacterias (las cuales producen microsistinas tóxicas para el ser humano) en contra del crecimiento de otras bacterias benignas. De hecho, herbicidas como el glifosato son ricos en fósforo, mineral que enriquece el medio de crecimiento de las cianobacterias y que es utilizado por las mismas para realizar la fotosíntesis.

Aunque no existan en la actualidad técnicas agrícolas que no representen un perjuicio para los ecosistemas terrestres, Claudio Martínez Debat se mantuvo positivo con respecto a la existencia de alternativas. Una de las soluciones que planteó para evitar exposiciones involuntarias a herbicidas como el glifosato es aplicar bicarbonato de sodio a las comidas, el cual se descubrió recientemente que permite extraer gran parte de los plaguicidas de los alimentos. Martínez se encuentra a la cabeza del Núcleo Interdisciplinario Colectivo TÁ (Transgénicos y Agroecología) junto a la ingeniera agrónoma Maria Ines Gazzano Santos, colectivo que busca evaluar el impacto sobre los alimentos del modelo productivo actual y del uso de transgénicos y agroquímicos. La agroecología es una ciencia reciente que busca asociar los postulados de la ecología al diseño de nuevos modos de producción agrícola que sean sostenibles en el tiempo. Martínez considera que esta mirada hacia un futuro sustentable es esencial si queremos conservar la naturaleza como la conocemos y seguir evolucionando de forma orgánica y no de una forma artificial transhumanista. Estamos en el cruce de dos caminos. Sólo resta decidir qué camino preferimos transitar.
