El Show debe continuar

Una mano extendida contra su reflejo en el espejo y los deseos imperiosos por atravesarlo… Tal ha sido siempre la imagen del hombre en su búsqueda desesperada de sí mismo. Pero la imposibilidad de atravesar la imagen especular ha decantado esta búsqueda hacia el deseo de incorporar la imagen del otro… tanto o más inaccesible. El escenario ha representado siempre el Edén sobre el cual todo un público homogeneizado proyecta sus sueños como raíces que reptan hacia un paraíso original. El siglo XX ha visto cómo el teatro es enmarcado por la pantalla y dotado de la cualidad de registro de lo real que sólo una cámara puede proporcionar; ante la mirada del objetivo, la vida cotidiana se transforma en el escenario. Desde el drama hasta el suspenso y desde la telenovela hasta el reality show, el espectador se ha mantenido en el borde del asiento con el corazón entre sus manos en una plena identificación con lo proyectado. Él sabe que detrás de la proyección se esconde un guión, que cada suceso desafortunado era imprescindible para el desarrollo de una trama que debe despertar el interés del consumidor, sabe que los actores ensayaron esos diálogos lacrimógenos cientos de veces, y aun así el espectador se entristece, llora, grita indicaciones a personajes inaccesibles y se retuerce en su asiento. En el deseo de huida de uno mismo, se pierde toda la calidad de mediatización que caracteriza a la pantalla. Siempre que tengamos un tiempo, nuestras pulsiones inconscientes nos arrastran nuevamente ante ella para cumplir con el ritual de lo real: la realidad es dada de a dosis en cada boca abierta. Luego construimos nuestra esfera de significaciones a través del “reality kit” que se nos ha proporcionado para nuestro “laboratorio de lo real”. El espectador siente una gran satisfacción al ver su propia vida representada en la vida de otros, y es a través de estas representaciones que el ser humano ha logrado entrenar su empatía a lo largo de los siglos. Tanto el noticiero como el cine de ficción nos permiten entender que las desgracias y alegrías de la existencia existen fuera de nosotros mismos. De esta forma, todos buscamos rellenar el vacío de la propia vida con la ilusión de compartir la vida de otro.

Esto aparece plasmado en la película “The Truman Show” del director Peter Weir, en la que un hombre es confinado desde su nacimiento en una realidad ilusoria construida dentro de un set monumental aislado de la sociedad con el fin de captar en cámaras el desarrollo de su vida,  la cual es vivenciada por millones de espectadores alrededor del mundo. Los televidentes derraman lágrimas junto a su personaje favorito, ríen junto a él y hasta duermen junto a él. Todos desean ser Truman para dejar por fin de ser ellos mismos. Cuando el interior se aparece como un océano repleto de preguntas amenazantes, las respuestas externas que flotan sobre la superficie lumínica de la pantalla parecen la única salida posible. Los televidentes son conscientes de lo macabro de la situación de su personaje favorito y de su participación en el mantenimiento de tal situación, pero el escándalo retrocede ante el vacío existencial de sus propias vidas. Al encontrar en la representación de la vida ajena sus propios pecados, el espectador alivia su culpa. El ungüento de las heridas dejadas por el propio ego es la representación de las heridas del ego del otro. Cuando ya no queda ningún dios en quien creer ni ningún padre en quien confiar, identificarse con la pantalla se vuelve el acto de confesión moderna.

 Los deseos imperiosos por participar de la vida de los otros han comenzado hace ya un tiempo a encontrar su satisfacción. La rutina transforma el espectáculo en hecho, todos queremos ser un acontecimiento proyectado en pixeles, y hoy las redes sociales permiten avanzar un paso más hacia este cometido: todos son libres de escalar hacia el muro de la fama y el reconocimiento; todos pueden dejar su huella en el universo semiótico de la realidad virtual. Hoy todos por fin pueden ser Truman Burbank y encerrarse adrede dentro de su propia esfera semiótica. No es necesario que una cámara nos persiga para dar a conocer nuestra vida y refregarla en la vida de los otros; basta con sentarse frente al ordenador o enfrascarse dentro del teléfono móvil para compartir cada momento de nuestra existencia como única forma de legitimar nuestras experiencias. El ritual del apantallamiento ha extirpado el símbolo al mito. Le rendimos culto a la imagen y a la libertad encadenada a la mirada ajena. Las representaciones de lo real que antes servían de vectores de mitos y cumplían el rol de estimulantes y catalizadores de nuestra empatía hoy se ven opacadas por las deslumbrantes explosiones de infinitos egos en competencia apantallante. Ya no basta con zambullirse en ficciones para calmar la ansiedad fruto de la incertidumbre cotidiana, ahora cada individuo se ve fomentado a demostrar el valor de su propia existencia registrando cada instante de la misma y disparándola en todas direcciones. Quien no llega a dar en el blanco se vuelve poco a poco invisible dentro de los flujos acelerados de la rutina. Los espectadores que admiraban a Truman desde la invisibilidad de su hogar para sentir su materialidad reflejada en un protagonista hoy buscan desesperados su propio reflejo en pantallas ajenas.

Por otro lado el mayor deseo de realización personal ya no se encuentra en el éxito económico, sino en la mayor cantidad de seguidores de nuestro perfil público. Hoy es exitoso aquél que logra proyectar fragmentos de sí mismo en el mayor número de pantallas posible y el anonimato es sinónimo de muerte. El número de “likes” ha sustituido al rating del Show de Truman, programa cuyo creador, Christof, sostenía era la cumbre del éxito. En una fiel representación del “Gran Otro” lacaniano, un invisible Christof se dirige a Truman al final de la película refiriéndose a sí mismo como “el creador de un show de televisión que da esperanza, alegría e inspiración a millones de personas”. El ocio ha pasado así de ser un obstáculo en los engranajes del sistema a volverse la grasa que les permite seguir girando. En una sociedad en la cual impera el culto a la imagen propia en diálogo con la ajena, la existencia de celebridades se vuelve una necesidad, un supuesto lógico, y la democracia de a poco se transforma en la libertad, idénticamente disponible para todos, de no pensar. El pensamiento debe de ser exteriorizado, focalizado sobre la imagen especular de nuestra propia vida y la ajena, pero este pensamiento no puede ser interiorizado el tiempo suficiente como para despertar alguna duda sobre nuestra integridad. Frente a la primera duda se desencadena una ansiedad asfixiante que nos lleva a estirar la mano para tomar el teléfono móvil en busca de señales de la otredad. Un acto reflejo que persigue a ciegas algún mensaje, alguna foto, audio o video que demuestre la presencia de nuestro ser en el mundo. Alguien debería de estar pensando en nosotros, ¿no? El dedo se desliza frenéticamente de arriba a abajo en la pantalla inspeccionando vidas hasta que finalmente decide compartir algo. Saciada la ansiedad, solo resta esperar un ser que pique el anzuelo. Recibo un «me gusta», luego existo.

La moda ha sustituido a los líderes y a los dioses. Ante un público emocionado por el progresivo descubrimiento de Truman de la estructura de la ficción en la que ha sido inmerso, Christof intenta tranquilizar a los televidentes asegurando que Truman nunca elegiría abandonar su jaula y traspasar los límites de su ilusión. Un breve plano de la película ilustra esta idea: un perro corre ilusoriamente libre con una correa atada al cuello. Antes el panóptico era un concepto que atemorizaba a cualquier iniciado dentro de las ciencias del poder… hoy más que nunca todos constituyen ese panóptico con total consentimiento. No sólo todos desnudan sin ningún pudor sus datos personales frente a la omnisciencia del Gran Otro, sino que las redes sociales se han vuelto un espacio de constante disputa exhibicionista: cada opinión pegada con orgullo en el muro da comienzo a una guerra virtual en la que cada grupo escupe su propia versión de lo que cree debería de ser el «status quo» más justo. En el mundo de los clicks, el odio colectivo se vuelve el mejor mecanismo represor de los cuerpos. Todos los ciudadanos de todas las clases sociales salen a embarrarse bajo la lluvia de insultos: profesores, médicos, actores, presidentes, estudiantes, verduleros y feriantes se sacan los ojos mutuamente frente a los ojos de la gran masa amorfa. Siempre y cuando un ciudadano tenga acceso a la red, estará a un paso de caer en la lucha en el barro global, y quien no tiene acceso es directamente atropellado y enterrado bajo un circo en el que no tiene ninguna participación. Los líderes del mundo libre se quitan las máscaras en Twitter, dejando la banda presidencial a un lado, para enmascarar sus actos fuera del teclado. En esta red conviven, uno a continuación del otro, un comentario del vecino a quien le cuesta pagar la renta de su apartamento, una fanfarronería de un presidente exhibicionista, y una advertencia de un general del ejército que informa a la comunidad acerca de un inminente ataque bélico. El significado profundo de los dichos y de las acciones de los internautas queda diluido bajo un miasma de mayúsculas y puntos de exclamación que no tardarán en perderse dentro del basurero de tuits en acelerado crecimiento. En esta escalada hacia la fama virtual ya no importa si uno está encerrado bajo un sol artificial, sólo importa enterrar la virtualidad del otro.

Pero la entrada al salón universal de la fama tiene su precio: el yo se divide entre el altruismo sin voz ni voto que el alma desea ver materializado en acciones visibles, y el egoísmo galardonado en todas las pantallas de fácil acceso. Todos parecen apoyar a Truman en su odisea hacia la verdad, pero ellos son los mismos que lo han hundido en la mentira. El ciudadano promedio se indigna dentro de su identidad virtual por las injusticias del mundo, plasma «emojis» de facciones asombradas, decepcionadas y entristecidas, pero constantemente asoma el deseo de pertenecer al plató de la fama, a la sala de la autoestima, y toda reacción emocional rápidamente es engullida por el espectáculo. Todos quieren encenderse en el escenario de las redes sociales y tocar el teclado con los dientes. Creemos que somos dueños de nuestra imagen virtual, que estamos al volante de esta nave digital, pero estamos siempre condicionados por el ojo del Gran Otro que nos observa desde cada dispositivo. Los hechos mismos posan para él. Frente a la enfermedad de la desgracia ajena, una «selfie» mostrando preocupación es el mejor remedio. En una diaria teatralización del juego de la competencia indiscriminada que hace debatirse a las pasiones curiosas por la intimidad de los otros, poco espacio es dejado a la introspección y la imaginación termina en los límites de la cerradura. Y en este reino mágico de la hipocresía, los medios presionan, sin temor a las consecuencias, los botones rojos del instinto humano. Toda fatalidad es una oportunidad para conseguir seguidores, así que cuanto más deslumbrante se haga una crisis, mayor será el brillo del tesoro al final del arcoiris. En su virtualización, el hombre entra en simbiosis con los pixeles de su foto de portada, el emisor y el receptor se fusionan en un único ser que se ahogará en la persecución de su propio reflejo. Así la red de internautas se vuelve un retrato de Narciso perdido dentro de un salón laberíntico de espejos enfrentados. Al intentar entender la propia intimidad a través de la excavación dentro de la multiplicidad de intimidades del otro, el individuo desindividualizado implosiona. Al intentar acceder a un éxito que siempre fue ilusorio, el internauta en su trepar resbala y cae hacia un abismo donde ya nada lo refleja.

Los sueños imposibles saben bien cómo hacer el nudo de la horca. La pantalla exorciza nuestras pasiones y miedos y nos zambulle en la ilusión de habernos desposeído de ellos. A través de la pantalla es más fácil dar rienda suelta al pecado y mover nuestras piezas para eliminar a la competencia. El comando diferido facilita el jalar la palanca de la silla eléctrica. Por un lado el ser humano se aísla y se descompone en su soledad, por el otro asesina a todo aquél que podría rescatarlo de su propia alienación. En tiempos de aislamiento, una pantalla luminosa puede volverse un lente de la verdad capaz de desenmascarar a las bestias de cautiverio en que se han transformado los seres humanos. Dentro de un baile de enmascarados, el altruismo se transforma en un medio para otro fin: la supervivencia por sobre los otros. Pero detrás de la fama del perfil virtual se esconde algo atemorizante: el anonimato de lo real. Consciente brevemente de esto, el internauta espectador y actor lanza desesperado un zarpazo hacia las imágenes de sí mismo que rebotan en el salón de espejos de la mediatización apantallada. Comprende que aislado de sus semejantes el ser humano está destinado a perder su naturaleza, y aunque intente no pensar o concentrar su pensamiento en una imagen especular, la soledad es más fuerte que la razón. Cuando Truman por fin logra sobreponerse a la tormenta desatada por el creador de su prisión, los espectadores del programa lo vitorean, lloran emocionados al ver la materialización de la libertad y sueñan ellos mismos con vencer a su propio Gran Otro. Pero su altruismo durará lo que tarde en recrearse el vacío de su existencia íntima. Cuando esto suceda no dudarán en pulsar todos juntos el botón que creará un nuevo Truman. ¿Acaso estarán dispuestos ellos mismos a navegar más allá de los límites de lo establecido? El Show debe continuar.

Bruno Gariazzo

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